Durante años pasé las vacaciones en la casa de mis abuelos maternos, junto a mi mamá y Ana (mi hermana). No duraban solamente dos semanas y tenía días libres tanto en invierno como en verano. En ese entonces no sabía lo que ese lujo significaba.
Papá nos llevaba hasta la terminal de ómnibus y nos despedía levantando los dos brazos. Todavía recuerdo el olor que emitía el colectivo y me hacía doler la cabeza, el amontonamiento de gente, la voz del parlante casi inentendible anunciando los arribos y las salidas.
Ni bien subíamos teníamos con Ana la primera discusión: quién iba del lado de la ventana. Supongo que a una le tocaba a la ida y a la otra, a la vuelta. El colectivo de un piso y con asientos que apenas se reclinaban hacía marcha atrás y marcaba el inicio de la aventura (hacia adelante).
El viaje duraba seis horas, a nosotras nos parecía una eternidad. Esperábamos ansiosas que nos conviden un alfajor (rogábamos que sea de dulce de leche y no de fruta) y -aunque no nos gustaba demasiado su sabor- nos parábamos cien veces a servirnos jugo. En el camino cantábamos, jugábamos a las cartas, al tetris (hasta que se acababan las pilas), hacíamos globitos con chicles, peleábamos, nos amigábamos, mirábamos la ruta, nos aburríamos, nos dormíamos y al ratito nos despertábamos.
El ómnibus frenaba unos minutos en San Francisco. Ahí le pedíamos a mamá que nos compre pastillitas y las separábamos cuidadosamente por colores reservando las rosadas o violetas para comerlas al último, mientras los otros pasajeros estiraban las piernas e iban al baño.
Subíamos nuevamente y después de recorrer kilómetros de campos verdes con vacas, torres eléctricas gigantes con formas de robot y cables invadidos por claveles del aire; se aproximaba otro de nuestros momentos preferidos: cruzar el túnel subfluvial que une las provincias de Santa Fe y Entre Ríos. De repente todo quedaba oscuro y sólo se veían azulejos color crema a los costados y alguna que otra lucecita roja. Se escuchaba un ruido extraño similar al de un avión a punto de despegar y de a poco, a lo lejos, empezábamos a ver nuevamente la luz del día. No sé cuánto tiempo dura exactamente ese trayecto, que para nosotros era mágico y fugaz.
A partir de ahí el viaje se volvía interminable. Los carteles parecían pasar más lentos y ya no sabíamos con qué entretenernos. Pero pronto llegábamos a la terminal, retirábamos nuestros bolsos y nos tomábamos un remis hasta la casa de los abuelos. Ellos vivían como en la vecindad del chavo, en el último departamento de una torre de tres pisos, alrededor de un gran patio con dos canteros enormes. Ahí nunca nos aburríamos. Con muchos chicos de nuestra edad y con nuestros primos pasábamos horas y horas jugando a las escondidas, al ladrón y al policía, al elástico, a la «cachada», al alto ahí, a la soga o llenando bombuchas los días de carnaval.
Nos tenían que obligar a subir para comer. No queríamos dejar de jugar, pero también disfrutábamos mucho las tartas de jamón y queso, lo ñoquis y los knishes de papa que preparaba la abuela. Las empanadas de la tía Diana. O los pollos al horno con papas doradas que hacía -como nadie- el abuelo. Para tomar, jugo Frescor o Mocoretá. Era raro almorzar o cenar sin mirar televisión. La abuela decía que teníamos que conversar. Y en esa época todavía no existía el celular.
A la mañana desayunábamos «tortitas negras» y a la tarde tomábamos la leche con marmolada o kamish (receta judía).
Nos encantaba ir a comprar sandía a la verdulería. El abuelo las golpeaba suavemente con el puño y se daba cuenta cuáles eran las mejores. Nunca fallaba.
Los días de sol íbamos al balneario municipal o al Thompson. Cada uno llevaba algo: la reposera, la lona, el juguero o el canasto. El agua del río era color chocolate y el barro se nos escurría entre los dedos de los pies. Qué lindo era ir al río y qué difícil era aceptar el límite marcado por las boyas. Nos pasábamos horas y horas bajo el sol, haciendo castillos con arena, jugando, mientras los grandes conversaban. Ahí, en la playa, aprendimos a tomar mate con galletas de agua.
Los días de lluvia nos quedábamos en el barrio. Jugábamos a la generala, al “tutti frutti”, al chancho va, al chinchón. El olor a torta frita inundaba las casas.
Dormíamos en una cama cucheta. Nos prendían espirales y un ventilador para espantar los mosquitos.
20, 25, 30 años después cierro los ojos y puedo recordar cada rincón de esa casa, cada detalle. Las colonias, las pinturas de labios y los frascos de Roby sobre la cómoda de la abuela. La mesada de granito pequeña donde ella amasaba. El gallito que se ponía de color rosado si llovía o azulado si estaba despejado. El tarrito con agua y hojas de eucalipto que dejaba el abuelo. Su radio. Los placares con ropa y las tabletas de chocolates Águila escondidas.
¿Se puede conservar para siempre una mirada? ¿Una caricia? ¿Una fragancia?
Así fueron mis vacaciones durante muchos años. En Paraná fui feliz y mi recuerdo será siempre feliz, aunque hoy haya más ausencias que presencias y aunque los lugares que describo ya no luzcan como antes.
Y recibí toda la información por correo, así seguimos viajando juntos
¡De regalo vas a recibir una guía con los mejores alojamientos de las sierras!
Piel de gallina! me recuerda a mis viajes a Laboulaye, la tierra de mi mama…solo que allá no teniamos playa, de vez en cuando la pileta de pueblo para apasiguar los calores de antes, que no eran tan bravos como los de ahora..
Que lindo escribis!!!!
Gracias por compartir…
¡Gracias Poly! Qué lindo que con este relato hayas viajado a tu infancia. Te mando un fuerte abrazo. Gracias a vos por estar siempre ahí.
Pensaba, nosotras en vez de pedir pastillitas, eran las «kesitas en la parada de Villa Maria!» cuántos recuerdooos!
Siiiiiiiiiiiiiii, Ana pedía las kesitas y yo las rex.
Que hermosa infancia la tuya 😊 y la mía también que como decís era irnos al camping de las sierras generalmente a mina Clavero donde mi papa era feliz y nosotros también esos eran nuestros veranos en familia nada de avión ni comida cara; si no lo que mamá preparaba con mucho amor💕 hermoso tu relato
Como decís Tania, era todo más simple y tan lindo. Gracias por contarme cómo eran tus vacaciones y por estar del otro lado.
¡Un abrazo grande!
uff que lindos recuerdos las vacaciones en Paraná! tu relato describe tal cual esas vacaciones unicas ! recuerdo el balneario el Thompson je allá probé el tereré!! fuimos a los carnavales!!!
cuantos recuerdos, aventuras y lindas personas que conoci!
Gracias por dejarme ser parte!
El «Thompson» y el «municipal». ¡Cómo nos divertíamos ahí!
Nos quedábamos hasta la madrugada jugando a las cartas y a la generala.
¡Qué lindo fue compartirlo! Un abrazo gigante Raquelón.
Este viaje que contás me recuerda cuando cruzábamos las altas cumbres con un Fiat 600 cuando todavía no era asfaltado jaja para duraba una eternidad, que lindo recuerdo, gracias
¡Pablo! Eso debe haber sido genialllllllllllllllllll. En el momento uno sufre y cuando mira para atrás se ríe. Gracias a vos por estar ahí. Un fuerte abrazo.
Querida ARI. Me emocioné con este viaje «a la infancia». Donde uno esperaba el encuentro con amigos, los abuelos disponibles: TAN IMPORTANTES FIGURAS, las golosinas, el juego, la risa, las comidas ricas, el REGALO del afecto de los adultos y la complicidad de los pares. Muchos recuerdos, y además LAS IMAGINO!!! Gracias por un relato tan afectivo. Recuerdos de infancia que perduran, en este caso LOS MEJORES Verano y Vacaciones…!!
Si Nora, la idea fue viajar al pasado y recordar todos esos momentos que nos marcaron. Siempre me acuerdo de lo que vos nos contaste una vez, sobre cómo eran tus vacaciones con Lina y lo mucho que disfrutaban las cocas en botellitas de vidrio.
Además me gustó mucho el contraste que hiciste entre lo que ERAN en aquellos tiempos vacaciones (no para todos, al igual que la manera de divertirse que hoy ha cambiado mucho) y lo que hoy significan viajes y disfrute. Muy interesante el «cambio»; lo ganado y lo perdido. Y las imágenes que uno imagina y que vos transformás en «realidad» con tus fotos de infancia y de algunos de tus seres queridos.
¡Cambiaron mucho las cosas! El pasado fue hermoso, pero hoy disfruto muchísimo conocer diferentes lugares del país. Hay tanto para recorrer.
Erase una vez un viaje o, quizás una vida, empezamos a vivir sin darnos cuenta que toda nuestra vida forma parte de ese viaje que vamos haciendo de nostalgia, tú desde la niñez otros desde la imaginación, he viajado lo suficiente para darme cuenta de que necesito tener nostalgia o quizás viajar.
Sencillez en tus palabras, nostalgia en tus recuerdos.
¡Carlos! Tal cual, todo lo que vivimos es pasado. En el momento no nos damos cuenta, hasta que pasa el tiempo y vemos cómo fueron pasando las cosas. Hay una frase de Benedetti que me encanta «Cuando se está en el foco mismo de la vida, es imposible reflexionar».
Te mando un fuerte abrazo. Hermosas tus palabras.
Los recuerdos no tienen ausencias,.. bahh, eso me gusta creer…
Una ternura hermosamente contada, la tuya, Ari..
Me recordaste esos ríos gigantes de mi zona de llanura y también las vacaciones en la casa de los abuelos.. Niña aún llegaba en cochemotor a la estación Belgrano de Santa Fe. Mi abuelo me llevaba a pescar a la costanera -me encantaba- y mi abuela nos esperaba con el patio recién regado, a la tardecita, en la frescura de las plantas del patio.
Gracias!
¡Gaby! Qué hermoso, eso del «patio recién regado» me trajo otros recuerdos.
Y me olvidé de mencionar que nos encantaban los alfajores santafesinos.
Gracias por leer y compartir.
Hola Ari, siempre leo tus publicaciones, porque soy una amante de nuestras sierras y rincones cordobeses y de los viajes en general!!!!!
Pero claramente, este relato tiene un matiz particular… un viaje a la infancia, a los recuerdos (los tuyos y los nuestros- a los que nos trasladaste a tus lectores). Gracias por eso!
Y sí, se pueden conservar una mirada, una caricia, una fragancia… como el de las mandarinas del patio de mi abuela, en Río Cuarto, donde pasé veranos similares al tuyo, o el aroma de su budín inglés; que hacia para acompañar la merienda, chinchón de por medio.
Un abrazo!
¡Hola Ale!
Qué lindo que vos también te hayas transportado a tu infancia a través de este relato.
Puedo imaginar ese patio con mandarinas y oler ese budín. Qué recuerdos hermosos.
Gracias por estar ahí, siempre presente.
¡Te mando un fuerte fuerte abrazo!